Las ciudades viven en nosotros como los amores. Son lo que fueron y lo que quisimos que fueran. Como en el amor, las construimos con el afecto, como el objeto del amor, parecen borrarse a veces del recuerdo, pero reaparecen casi siempre en el acto involuntario de la memoria. Preferiríamos verlas como las amamos y no como cambiaron al alejarnos de ellas.
Aunque sufran metamorfosis, son casi siempre lo que fueron en los recuerdos de la infancia; aunque crezcan y se degraden, siguen allí como una topografía inmune a las degradaciones impuestas por el tiempo y por los hombres. Una ciudad es en principio el espacio de la infancia, de los amores, de la amistad. Topografía y arquitectura se vincularán siempre al universo afectivo de los hombres. Acaban convirtiéndose en “fundaciones mitológicas”: es decir, en fundaciones sin tiempo.
En nuestra memoria, las ciudades que vivimos y amamos no existen bajo la engañosa idea del “progreso.” Al resistirnos a verlas como lo que han llegado a ser, las congelamos en una foto fija que nos habla de lo que fueron. Objeto de nostalgias, dejan de ser topografía urbana; se convierten en topografía afectiva. No otra cosa son
Pero el grueso álbum de fotografía que nos enfrenta a una ciudad, nos enfrenta también a las ficciones de nuestra memoria, que nunca se corresponde con un mapa real. La escritura inventa una nomenclatura de los sentimientos. Recordamos lo que deseamos recordar y precisamente por ello las ciudades recordadas son sometidas a falsos recuerdos, a una poética que la memoria iconográfica reconstruye con el deseo.
La vista se pasea entonces por el tiempo y asiste a las metamorfosis de un paisaje que desmiente a la memoria. ¡Habíamos recordado con los afectos!-nos dice el álbum, espejo que no miente, que nos replica, en cambio, que toda descripción de la ciudad amada sufre las distorsiones del deseo.
No fue otro el ejercicio que debí hacer cuando un editor me pidió escribir los pies de foto para un libro que contenía la historia de la ciudad. Podía identificar los lugares, reemplazar alguna casa solariega por otra más moderna, construirle edificaciones a los terrenos baldíos. Sólo cuando llegué a la ciudad conocida pude poner en funcionamiento el dispositivo de la memoria. Igual debe sucedernos con los álbumes familiares: los desconocidos del árbol genealógico no son más que eso, desconocidos a quienes se les buscan rasgos físicos que lleven al tejido de los parentescos.
Allí, en aquella casa, ya desaparecida, asistimos a alguna entrañable ceremonia familiar; allá, en aquella calle que fue borrada para trazar en su lugar una avenida que se encuentra con el casi inextricable tejido de avenidas nuevas, experimentamos la solidaridad de la amistad y la aventura de los juegos. En aquel recodo oscuro, experimentamos el dolor de una pérdida. El camino destapado que conducía a un bosque cercano ya no es camino sino calle asfaltada. En la manzana de casas que fueran elementales se alza ahora la compleja monumentalidad de un rascacielos. El parque de los juegos vespertinos ya no es un parque, es un condominio, un hipermercado, un parqueadero elevado, un centro comercial, iglesia, donde las haya, de una contemporaneidad desacralizada.
Recorremos así la nobleza primitiva y artesanal de los materiales de construcción, pero pronto, en la siguiente fotografía, la nobleza artesanal ha cedido ante la dureza industrial de los nuevos materiales. El cielo, que era azulado y transparente, es ahora opaco, grisáceo. El humo doméstico de los hornos donde se cocinaba el pan, ha sido suplantado por el humo contaminante de altos hornos industriales. Y el mirador del cerro ya no es mirador: una mole sucesiva de construcciones impide la visión despejada hacia el valle.
La nomenclatura de las ciudades cambia poco, pero se prolonga en números que hablan de su crecimiento. Los barrios que fueron dignos en su humildad, se han empobrecido. Los que fueron burguesamente suntuosos y atractivos, han descendido en la escala social y son ahora barrios de clase media. Lo que fuera grande en la memoria se ve empequeñecido en la realidad. La memoria magnifica, la realidad devuelve a una dimensión distinta a la de la memoria. Vuelve a ser espejo.
Los jóvenes de mayo del 68 escribieron en los muros de
La vieja relación personal parecería convertirse en relación virtual. La calle no es el lugar de encuentro y juegos, es apenas un tránsito hacia el hogar.
Siempre me ha conmovido recordar este episodio. En 1969 quise conocer al escritor venezolano Julio Garmendia. De la mano de otro Garmendia, Salvador, acudimos a la cita en un modesto hotel del centro caraqueño donde vivía el magnífico autor de ficciones. Durante años había vivido allí, en ese cuarto de hotel. Dijo que todavía, desde un ángulo de su pieza, podía divisar retazos de la ciudad. Se le había estrechado de año en año la visión. Un día-los días corren muy rápido para los viejos-, mañana quizá, ya no vería nada, quedaría en cerrado en el espacio del cuarto, entre sus paredes, encerrado y aislado del mundo exterior.
Don Julio recordaba otra Caracas, otro paisaje. Pronto moriría el paisaje que le impedía quedarse solo y solamente a merced de sus recuerdos de la ciudad que ya no vería más.
En 1963 me dirigí a visitar a Antonio Llanos, el “poeta loco” de Cali, en su residencia absurda de un hospital psiquiátrico. Han pasado casi cuarenta años y cada vez que paso por ese recinto amurallado vuelve la imagen del poeta enajenado en su magnífica lucidez. Esa parte de la ciudad no ha cambiado. Prisionero de muros inaccesibles, el poeta habla de la ciudad desaparecida y de la que se levantó sobre sus escombros: frente al hospital psiquiátrico se alza un centro comercial, lo que era un vecindario de extensas zonas deshabitadas es hoy una abigarrada zona residencial.
Sigo sin embargo recordando el trágico encierro del poeta de buena familia, convertido en loco en razón de su marginalidad. Si viviera y saliera de ese recinto al vecindario después de muchos años de encierro, pediría seguramente volver a su cuarto de enfermo: descubriría que ese nuevo universo le es ajeno. Ajeno es todo lo que cambia o se transforma en nuestra ausencia.
Permítanme hojear mi propio álbum.
Durante tres o cuatro meses viví en París en un cuarto prestado y sin ventanas. Se podía al menos dormir, había siempre agua caliente. Cuando me recluía en las noches o dormía hasta el mediodía-el sueño vuelve menos drásticos los retorcijones del hambre-, la ciudad desaparecía y, sin embargo, la reconstruía con una fidelidad que todavía me asombra. Tal vez se necesite estar ausente o encerrado para emprender esta clase de reconstrucción. Ausente: de ausencias y distancias se hace el recuerdo de las ciudades, como si el bosque –presencia avasallante-no dejara ver el árbol- singularidad en el universo de nuestros afectos. Las ciudades adquieren su verdadera dimensión cuando nos alejamos de ellas.
Con el tiempo, al referir la anécdota de Julio Garmendia, que es también la anécdota de la soledad humana, he encontrado en ella la metáfora de otra soledad: a medida que las ciudades crecen, aislan al hombre, lo condenan a seguir viendo por los resquicios de su memoria a la ciudad que vivieron, que ya no viven sino que padecen. No extrañe que las enfermedades del alma, el “dolor de mundo”, sean por general enfermedades urbanas. No extrañe tampoco que es en el laboratorio de las grandes ciudades donde el hombre empieza a perder gran parte de su inocencia.
Si se sigue hojeando el abultado álbum de fotografías, éstas se convierten en ejercicio de la memoria. En el tránsito de la elementalidad a la complejidad, se hace también el tránsito de la claridad a la confusión. Cuando desaparecen los referentes de la topografía urbana almacenada por nuestra memoria, debemos imaginar lo que fue. Y lo que fue choca y contrasta con lo que es.
Los años de mi infancia en Cali tienen algunas fotos fijas e incanjeables: el barrio de San Antonio, el cruce de la calle Segunda con
Felizmente, la casa sigue allí. Y, por lo tanto, siguen allí los referentes de mi memoria. La felicidad infantil era ese patio doméstico, ese mangón cercano, la pendiente desde nos arrojábamos montados en tablas con rodachines o simples hojas de plátano. La felicidad está en aquello que se recupera. Se han perdido otros referentes. Son irrecuperables: no existe ya el punto de partida que desate el mecanismo de los recuerdos.
Nada más emocionante que la evocación de esa casa cada vez que regreso a la ciudad. La acompañan el recuerdo sensorial de los almuerzos, la detestable densidad blancuzca de la mazamorra, el apetecible olor del arroz atollado, los pandebonos recién horneados, la voz de la tía Aída que llamaba a la merienda.. La noche empezaba pronto. Y en la noche de la memoria, surge el recuerdo vago del abuelo que, socarrón, hablaba de una ciudad en cuyos portales amarraban las bestias. Ya no se amarraban bestias frente a la puerta de las casas. El abuelo venía de
Esto ha de sucedernos a todos: tememos lo que desconocemos, gentes o ciudad, experiencias o sentimientos. Para el abuelo, la ciudad ya no era lo que había sido. La de ahora era la ciudad de sus hijos. Y la que nuestros padres conocieran, un día dejaría de ser de ellos porque empezaba a ser nuestra. El tejido que va de una generación a otra se hace a fuerza de apropiaciones y expropiaciones. Y ahora, la ciudad ya no es, medio siglo después, lo que era para quien ahora escribe. Todo progreso es una expropiación.
El tío abre las páginas de El Relator y del Diario del Pacífico, pero estos diarios ya no existen, duermen amarillentos en las hemerotecas. Las tías proponen descender de San Antonio hacia
La nueva nomenclatura modifica la nomenclatura de la memoria.
Las brisas que al atardecer soplan en
Los primos proponen subir hacia los mangones donde después estaría el trazado de una circunvalar. Proponen escaparse hacia el río en un recorrido a campo traviesa, pero cuando busco esa topografía, resulta que ya no figura en el trazado urbanístico de la nueva ciudad.
¿Me aventuré alguna vez en los Farallones, subí a Cristo Rey, fue fatigoso el ascenso al Cerro de las Tres Cruces? ¿Se vivió lo que se recuerda?
No todo es olvido, sin embargo. Y de la infancia el cronista da el salto hacia la adolescencia para confirmar que cada edad registra nuevas metamorfosis. En Las ciudades invisibles, Italo Calvino imagina al “hombre que cabalga largamente por tierras selváticas” y “le acomete el deseo de una ciudad.” Llega a Isidora. Llega a la ciudad soñada, “que lo contenía joven.” Y “en la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud.” ¿Cómo no pensar en el escritor Julio Garmendia? Calvino nos enseña que “los deseos son ya recuerdos”. Y esto equivale a enseñarnos que las ciudades contienen también nuestros recuerdos. Con nombres de mujeres, las ciudades de Calvino son las ciudades del amor revivido. Como el entrevero de amores y pasiones en el gran libro de la memoria de Proust. No sólo se vive a la búsqueda del tiempo perdido. Se vive a la búsqueda de la ciudad sepultada entre los materiales de derribo del progreso. Albertine ha desaparecido, ha desaparecido la ciudad de los amores. Es preciso reconstruirlas.
Así se me antoja esta ciudad donde habitaron retazos de mi infancia, retazos de mi adolescencia(el primer amor consumado entre los matorrales del río), retazos de una primera juventud recorrida por la ansiosa necesidad de volverme escritor. En ese tránsito, de la infancia a la adolescencia y de ésta a la juventud, nuevas metamorfosis habían cambiado el rostro de la ciudad primera. En ese tránsito, las amistades se entreveran con los amores, con los libros leídos y con las aventuras de la vida, que empezaba a ser la exultante aventura de vivir de prisa y mal, llevado por el remolino de la ignorancia y el vértigo del riesgo.
La casa solariega del abuelo fue reemplazada por el café, la noche de la infancia por la noche de la juventud: nuevos suburbios aparecen entonces en el escenario de la ciudad, nuevas rutinas se añaden a la exultación de vivir como si mañana fuera ya tarde.
En una nueva ceremonia del lenguaje nos decimos: allí estaba el lugar desaparecido y sin embargo evocado porque lo que se evoca con el lugar es alguna experiencia de vida. A esta nueva ceremonia debemos habituarnos. A decir cada vez con más frecuencia: aquí , a la orilla del río, estuvo la casa que hoy es edificio, allá, en la intersección de calles y carreras, estuvo el campo de fútbol, la calle estrecha es ahora avenida, por algún olvido de los urbanizadores, la piqueta no se llevó la vieja construcción de adobe, todavía se puede buscar la sombra del palo de mango, ver los tejados sobre los cuales han crecido hierbajos.
La historia de toda ciudad es una historia de superposiciones. Si no fuera así, todas las ciudades serían radicalmente antiguas o radicalmente modernas. La historia es una superposición de épocas y acontecimientos.
No hay ceremonia más cruel que la de reconstruir la fisonomía de las ciudades que fueron haciéndose diferentes en su crecimiento. En esa crueldad habita una protesta, acaso romántica, acaso nostálgica: resistirnos a que las cosas cambien. Y cambian, pese al empecinamiento de nuestra memoria afectiva. Como cambian los seres que tal vez se vuelvan desconocidos con el paso del tiempo. Lo terrible no es que cambien sino que los cambios signifiquen la expulsión del hombre. Si no del hombre, sí de la escala humana.
Cali, 1964. Bellas Artes, el Café de los Turcos,
La crítica del urbanismo es demasiado fría. Nada nos dice del alma ciudadana. Sólo la poesía, en todas sus formas, nos seguirá hablando del alma que habitó a las ciudades desaparecidas, que habita a las que nacen como una capa superpuesta a capas anteriores que devuelven a los orígenes de la ciudad. Y en toda ciudad hay una remota Arcadia primigenia, fundacional, trazada a escala humana. Los seres humanos almacenamos fotografías que dan cuenta de nuestras edades. Las ciudades acumulan archivos y crónicas. El encuentro del álbum personal con la crónica urbana es un acto de conciliación. Lo individual y lo colectivo asisten a su ceremonia secreta. No es que todo tiempo pasado haya sido mejor. Resulta que el pasado es el tiempo de la memoria y el hombre es, ante todo, un animal de memoria.
La literatura pasa a ser entonces a ser el registro mayor, acaso más grande que el álbum o la crónica. ¿Cómo era el Londres del Siglo XIX? ¿Cómo el París de 1850? Hay que leer a Dickens, hay que leer a Baudelaire y a Maupassant, hay que buscar en Balzac el mundo que ya la historia ha cartografiado con sus jerarquías políticas o sociales. ¿Dónde si no en Flaubert reencontramos la provincia francesa con sus pequeñeces y miserias? ¡Pensar que todo se reduce al adulterio de Emma Bovary y a la pusilanimidad de un cornudo farmacéutico! ¿Dónde si no en Dos Passos experimentamos de nuevo el caos del Nueva York que nace con el siglo XX? Si se desea identificar el rostro del Berlín que precede a la demencia nazi, hay que buscarlo en el Berlin Alexanderplatz de Alfred Doblin, como buscamos en Proust al París mundano que entre un siglo y otro nos ilustra sobre las ceremonias de una aristocracia a la que el gran memorialista pone a dialogar con la vulgaridad burguesa.
Las megalópolis de Doblin o de Joyce( Berlin Alexanderplatz o Ulises), se prolongan en el Buenos Aires de Leopoldo Marechal, en
Recuerdo una extraña experiencia: llegaba por primera vez a Bonn, a la estación central de trenes. Me detuve en el andén. De repente, un payaso célebre por su inmensa melancolía me acompañó por un buen rato en un día que no era de carnaval: era el Schnier de Heinrich Böll. Fue lo primero que recordé al atravesar el andén. Quise creer alguna vez que cuando hacía un recorrido por las tabernas de Dublín, me tropezada con Stephan Dedalus, que en alguna de esas bulliciosas tabernas escucharía el desenfrenado delirio, entre sublime y obsceno, de Molly Bloom. A cambio de ello, una prostituta, católica, apostólica e irlandesa, me recitó de memoria fragmentos de Ulises e insultos contra los británicos a cambio de dos pintas de cerveza negra. Al leer Las cenizas de Ángela, saltó al escenario de mi memoria la puta de la taberna, curiosamente convertida en Molly Bloom. La memoria es a veces un rompecabezas que equivoca el orden de sus piezas.
Mi decepción fue grande cuando llegué por una única e irrepetible vez a Alejandría. Penoso viaje desde El Cairo. No había huella alguna del esplendor mundano que, siendo muy joven, me llevó a admirar a Lawrence Durrell, a desear a Justine, el personaje que toda mi generación tuvo siempre como un fetiche de la feminidad y la perversión amorosa. Sin embargo, estaba en Alejandría gracias Durrell, aunque me decepcionara, como estuve por una primera vez en Buenos Aires pensando que leía de nuevo un cuento de Roberto Arlt, un poema de Borges, un relato de Cortázar.
La literatura nos devuelve a la fisonomía de las ciudades que conocimos antes de conocerlas.
Busqué
¿Dónde, en cuáles libros está el Cali de mi infancia o de mi adolescencia? En los relatos de Andrés Caicedo y Umberto Valverde, en los poemas de Jotamario Arbeláez. Ciudad nueva, Cali apenas registra una memoria urbana de tres o cuatro décadas. Hacia atrás es Arcadia.
Lamentamos que las ciudades hayan cambiado tanto en tan escasos años. Lamento de nostálgicos: nunca la ciudad volverá a ser la que ha sido en nuestra memoria de infancia. En todo crecimiento urbano hay siempre un disparate, en toda metamorfosis un crimen horrendo. Las ciudades se acomodan al espíritu de cada época. Podríamos lamentar que la usura decida más que la voluntad armónica, que la especulación determine su crecimiento. Lamentar incluso la soledad que se cierne sobre esas ciudades. Pero, en fin, todo lamento, cuando se mira hacia atrás, es una excrecencia de la nostalgia.
texto de oscar collasos.
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